UN CUENTO PARA SENTIR

UN CUENTO PARA SENTIR

por Javier de Ezcurra

Facilitador de reconexión personal

Constelaciones Familiares – Bioneuroemoción – Coaching Vocacional

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Luisito se sienta frente a la ventana abierta de su habitación en planta alta y observa. El sonido del viento en las hojas le resulta tranquilizador, un murmullo constante que lo hace sentir seguro Por encima de los arbustos del cerco, ve a Laila, su vecina, regresar de la escuela y jugar con su perro peludo antes de entrar a casa.

Luisito acaba de cumplir 9 años, hace dos que vive en esta casa, y uno que observa a Laila regresar de su escuela. Van a escuelas distintas. En la de Laila, hay muchos chicos y pocas maestras. En la de Luisito, hay pocos chicos y varias maestras para atenderlos. En la de Laila, hay barullo y gritos cuando juegan en el patio. En la de Luisito, hay silencio y no salen al patio. Ni siquiera hay patio, aunque sí un jardincito muy verde al que salen los días lindos.

Luisito reconoce los pasos de su mamá entrando a su cuarto.

—Acá está tu Nesquik, mi amor. Con un poquito de azúcar y la cucharita para que lo revuelvas vos. Lo pongo en la mesita. Cuidado, no lo vuelques.

No mira a su mamá ni a la bandeja; no necesita hacerlo, porque sabe perfectamente lo que está sucediendo. Recién cuando su mamá se retira hasta la puerta, él se acerca a la mesa y mira. Ve que hay solo dos galletitas, no tres. Debería haber tres, en forma de triángulo. Una vibración incómoda le sube desde el pecho hasta la cabeza, como una ola que no puede detener. Unos gemidos se le escapan sin que él pueda controlarlos, y sus manos, tensas, presionan sus sienes como si con eso pudiera detener el caos. Su mamá se acerca a él, sin tocarlo:

—Uy, cierto, las galletitas. Es que se acabaron, mi amor. Me olvidé de comprar. Solo quedan estas dos.

Viendo que los gemidos continúan, la mamá retira una de las galletitas y la esconde en sus manos.

—Ya está, mi amor. Mirá, hay una sola. Una también está bien, ¿cierto?

La vibración cesa y Luisito deja de gemir. Con expresión serena y sin mirar a su mamá, revuelve tres veces el Nesquik y coloca la cucharita en el lugar que le corresponde, paralela al borde de la bandeja. Bebe el Nesquik lentamente y sin separar los labios del vaso hasta acabarlo.

El mundo de Luisito es así, seguro y confiable. No admite errores. Está regido por un orden estricto en el que repite sus rutinas, organizadas sobre ciertos ordenadores en los que confía, como el número tres, las líneas paralelas y las matrices simétricas. Lo construyó poco a poco, desde que abrió los ojos por primera vez, para protegerse de las amenazas: los cambios bruscos, los sonidos chirriantes que lo aturden y los círculos blancos que esconden cosas feas. Y el dos, que hace que todo se caiga y se rompa. Cuando sus ordenadores son transgredidos, se desdibujan los límites y entran los terrores.

Antes de retirar la bandeja, la mamá le anuncia: «Mi amor, te voy a dar un beso». Entonces todo está bien, y Luisito puede recibir el beso y disfrutarlo. Aunque no dice nada, porque lo que siente en su cuerpo está desconectado de sus palabras.

De vuelta en su observatorio, se queda mirando hacia la ventana de Laila. Algunas veces, como ahora, ella aparece, le sonríe y lo saluda. Y él la mira, a ella sí la mira. Cuando mira a Laila, el mundo parece menos difícil. Ella es distinta. No está ordenada en triángulos ni líneas paralelas, pero aun así, algo en ella es seguro, esa seguridad que no se puede medir, pero se siente. Y cuando ella desaparece de la ventana, él se queda imaginando que un día sale a esperarla en la vereda y juegan juntos con su perro peludo. El pensamiento de salir a jugar con Laila lo llena de imágenes felices. Pero en el borde de esas imágenes se cuelan sombras: el ruido del perro cuando ladra, Laila haciéndole una pregunta que no puede responder, gente extraña pasando por la vereda, todo un caos que podría traspasar sus límites.

Deja la ventana y se sienta en el piso, junto al rompecabezas de quinientas piezas que dejó a medio armar. Elige una pieza y, antes de colocarla, lo inquieta un pensamiento que cruza fugaz por su mente: «Quizás mañana podría …». En seguida desaparece, y todo está bien otra vez, y coloca la pieza en su lugar.

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Helga Wolf

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